Pedro Ermengol nació en 1238 en Guardia de Prats, cercano a Montblanc (Tarragona), hijo de Arnaldo Ermengol, descendiente de la noble familia española. Su madre murió siendo él niño y el padre se alienó en su trabajo, en sus armas, en la política, y descuidó al hijo.
Pedro se fue tornando hosco, altanero, peleón. Afloró su carácter fuerte y una ambición desmesurada. Y, aún jovencito, se vio metido en riñas y peleas, que degenerarían en serios altercados y en el homicidio. Huyendo, se vino a encontrar jefe de una partida de bandoleros que operaba desde la sierra de Prades. No hubo fechoría que no cometiera, ni desmán de que repugnara. Sorprendía, atacaba, robaba, huía ... Se convirtió en el terror del pueblo.
Pero arriba velaba por él su santa madre. Un día atacó una patrulla que llegaba preparando el paso del Rey. Fue contra el que mandaba la tropa, y se halló con su propio padre. Pedro se rindió ante su padre, se entregó a la justicia, y fue indultado por el rey don Jaime.
Aposentado en Barcelona, enseguida entró en contacto con Pedro Nolasco, y, con el toque del cielo, entendió que en la Orden de Nuestra Señora de la Merced podría expiar sus graves crímenes.
Vistió el hábito, hizo el noviciado, cursó los estudios pertinentes, se ordenó sacerdote. Le llegaron enseguida a asignar diversos en cargos, misiones y viajes entre los musulmanes, al efecto de rescatar esclavos y prisioneros, según la primera misión para la cual se había fundado la Orden de la Merced.
En ello estaba el año 1266. Visitó las mazmorras, consoló a los deprimidos, curó a los llagados, gastó un buen dinero en comprar a cuantos pudo, los más hundidos. Y cuando no quedaba ni un penique, descubrió unos niños y muchachos que, entendió, se perderían si no los rescataba; acordó su precio y se quedó en prenda de aquel dinero, que el fraile compañero había de aportar en el plazo de un año.
Fue aquel un año intenso, el mejor de su vida: catequizó, animó, condolió, se convirtió en el paño de lágrimas de los cautivos. También clamó, vociferó, fustigó, insultó a los inicuos esclavistas.
Perp pasaban los días, los meses y el compañero no volvía. Se venció el plazo y los traficantes, hartos de él, de sus bondades, de sus imprecaciones, creyéndose burlados, lo colgaron de un árbol y abandonaron su cuerpo a los buitres.
Poco después llegaron su compañero y otro fraile con el dinero del rescate. Avisados de la desgracia, corrieron a la horca y encontraron que fray Pedro, después de seis días de ajusticiado, seguía vivo, por favor especial de la santísima Virgen cuya presencia el ahorcado había experimentado.
Vuelto a su convento de Guardia de Prats, vivió aún muchos años, conservando siempre el cuello torcido y el color macilento. Enfermó gravemente, prediciendo la fecha de su muerte, que ocurrió el 27 de abril de 1304. Allí se conserva parte de sus huesos. El 3 de marzo de 1626, Urbano VIII, y el 8 de Abril de 1687, Inocencio XI, reconocieron su culto inmemorial y lo canonizaron.
Pedro se fue tornando hosco, altanero, peleón. Afloró su carácter fuerte y una ambición desmesurada. Y, aún jovencito, se vio metido en riñas y peleas, que degenerarían en serios altercados y en el homicidio. Huyendo, se vino a encontrar jefe de una partida de bandoleros que operaba desde la sierra de Prades. No hubo fechoría que no cometiera, ni desmán de que repugnara. Sorprendía, atacaba, robaba, huía ... Se convirtió en el terror del pueblo.
Pero arriba velaba por él su santa madre. Un día atacó una patrulla que llegaba preparando el paso del Rey. Fue contra el que mandaba la tropa, y se halló con su propio padre. Pedro se rindió ante su padre, se entregó a la justicia, y fue indultado por el rey don Jaime.
Aposentado en Barcelona, enseguida entró en contacto con Pedro Nolasco, y, con el toque del cielo, entendió que en la Orden de Nuestra Señora de la Merced podría expiar sus graves crímenes.
Vistió el hábito, hizo el noviciado, cursó los estudios pertinentes, se ordenó sacerdote. Le llegaron enseguida a asignar diversos en cargos, misiones y viajes entre los musulmanes, al efecto de rescatar esclavos y prisioneros, según la primera misión para la cual se había fundado la Orden de la Merced.
En ello estaba el año 1266. Visitó las mazmorras, consoló a los deprimidos, curó a los llagados, gastó un buen dinero en comprar a cuantos pudo, los más hundidos. Y cuando no quedaba ni un penique, descubrió unos niños y muchachos que, entendió, se perderían si no los rescataba; acordó su precio y se quedó en prenda de aquel dinero, que el fraile compañero había de aportar en el plazo de un año.
Fue aquel un año intenso, el mejor de su vida: catequizó, animó, condolió, se convirtió en el paño de lágrimas de los cautivos. También clamó, vociferó, fustigó, insultó a los inicuos esclavistas.
Perp pasaban los días, los meses y el compañero no volvía. Se venció el plazo y los traficantes, hartos de él, de sus bondades, de sus imprecaciones, creyéndose burlados, lo colgaron de un árbol y abandonaron su cuerpo a los buitres.
Poco después llegaron su compañero y otro fraile con el dinero del rescate. Avisados de la desgracia, corrieron a la horca y encontraron que fray Pedro, después de seis días de ajusticiado, seguía vivo, por favor especial de la santísima Virgen cuya presencia el ahorcado había experimentado.
Vuelto a su convento de Guardia de Prats, vivió aún muchos años, conservando siempre el cuello torcido y el color macilento. Enfermó gravemente, prediciendo la fecha de su muerte, que ocurrió el 27 de abril de 1304. Allí se conserva parte de sus huesos. El 3 de marzo de 1626, Urbano VIII, y el 8 de Abril de 1687, Inocencio XI, reconocieron su culto inmemorial y lo canonizaron.
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